ebook
ISBN
978-607-7963-14-1
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ISBN
978-607-7963-13-4
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COMENTARIO

Damián Galán
nació en Gdañsk,
Polonia. Ya en
su primera
adolescencia,
transcurrida en
México, luego de
una sentida
pérdida comenzó
a reflexionar
sobre la vida.
En esa época
también se
inició en la
escritura para
plasmar el
resultado de una
innumerable
cantidad de
observaciones
acerca de las
cosas del mundo,
siempre
evitando, en lo
posible, caer en
la subjetividad
del absoluto
“Todos vemos lo
que queremos
ver”.
A lo largo de
los años y desde
varios puntos
del planeta
abrevó de
ciertas lecturas
de interés
general o temas
filosóficos,
pero fue en la
filosofía
popular donde
encontró las
respuestas que
lo condujeron
hacia su
axiomático
concepto del
valor; una de
las verdades en
que se apoyó fue
la de que “Nadie
sabe lo que
tiene hasta que
lo ve perdido”.
Según se
plantea en Los
tres valores
elementales —la
vida, la
conciencia y la
conciencia de
los demás—, “Un
valor es todo
aquello que
tiene un
significado o
importancia en
nuestra vida,
que amamos o que
nos hace
felices”.
Actualmente,
Damián Galán
está inmerso en
el estudio de la
rama de la
psicología
conocida como
psicocorporal,
con el cual
pretende ampliar
los conceptos
vertidos en este
libro.
ÍNDICE
Prólogo, 9
Primer valor elemental: la vida, 15
Segundo valor elemental: la conciencia, 21
Tercer valor elemental: la conciencia
de los demás, 37
Los valores secundarios, 53
Epílogo: el tiempo, 63
FRAGMENTO
Prólogo
En este libro quiero hablar de
tres valores que todo ser humano desea y a su vez posee;
aquellos que rigen su vida. Por ello los llamo valores
elementales; y son la vida, la conciencia y la conciencia de los
demás.
Hay, obviamente, muchos otros
valores al margen de los elementales. Los llamaré valores
secundarios. El dinero, el amor, el entendimiento y la fama son
valores secundarios, pues todos se basan en los tres valores
elementales, y hay miles de maneras de obtenerlos. De ellos
hablaremos en un último apartado.
Antes que nada es preciso explicar lo que mi filosofía considera
un valor; de lo contrario, sería muy fácil malinterpretar lo que
quiero transmitir.
Un valor es todo aquello que tiene un significado o importancia
en nuestra vida, que amamos o que nos hace felices. Y es un
valor porque lo atesoramos y apreciamos como invaluable. También
debe definirse por su condicionalidad, ya que debe existir una
cierta condición para adquirirlo, o bien, la posibilidad de
adquirir su contrario: su antivalor, la falta o pérdida de tal
valor. A la vez, entre más sustitutos tenga un valor, más irá
perdiendo su condicionalidad; es decir, dejando de ser tal. No
valoramos algo que es incondicional.
Los valores que requieren muchas condiciones para ser adquiridos
son los que nos proporcionan más felicidad, y la sentimos con el
simple hecho de dar un paso que nos acerque al valor deseado.
Asimismo, tener un valor único e insustituible nos brinda mucha
felicidad.
La infelicidad la produce la falta de un valor, perder un valor
o adquirir un antivalor en su lugar. También, con sólo desear
algún valor que no tenemos y que nos sentimos incapaces de
adquirir o recuperar, es posible que seamos infelices. Claro,
mientras más cosas consideremos valiosas, más difícil será
alcanzar la felicidad, pero también mayor será nuestro grado de
placer al tenerlas. Lo cierto es que, como se ve, sin valores ni
la felicidad ni la infelicidad son posibles.
Todo lo anterior se puede explicar con la ley de causa y efecto:
para que algo tenga un valor (el efecto) tiene que haber una
cierta condición específica para obtenerlo (la causa). Cuando se
suprime la causa, se suprime el efecto. Asimismo, un valor (el
efecto) que se obtiene sin esfuerzo (la causa) suele ser
descartado por irrelevante.
Tomando como ejemplo el caso del dinero como valor, que en sí es
muy complejo, ¿por qué los hijos de familias con mucho dinero
suelen no valorarlo? Simple: porque ellos no se lo ganaron, no
tuvieron que esforzarse para conseguirlo. Como para ellos no
existe el antivalor —la falta de dinero—, lo desperdician como
si no tuviera valor alguno. Es común que sean personas infelices
aun teniéndolo.
En cambio, quienes no lo
despilfarran suelen ser hijos de padres que no les dieron dinero
incondicionalmente, sino a cambio, por ejemplo, de alguna tarea
doméstica simple, o bien lo hicieron cuando aquéllos ya conocían
el valor del dinero a través de un trabajo remunerado.
En el otro extremo están las personas “pobres”: para ellas un
simple peso puede llegar a ser invaluable, porque marca la
diferencia entre comer y no comer. Conocen las condiciones para
conseguir dinero —el trabajo—, pero también las consecuencias de
la falta de este valor: el hambre, la falta de un techo…
Pondré un ejemplo curioso para que se comprenda a cabalidad lo
que digo: una pluma para escribir. Teóricamente, una pluma
debería tener un valor inmenso al ser el medio por el cual
podemos expresar nuestros pensamientos. Pero entonces ¿por qué
nadie considera una pluma como un valor? La respuesta es que hay
infinidad de plumas y tienen un costo material ínfimo. Basta con
ir a la papelería de la esquina para tener una pluma nueva.
Además, su antivalor —la falta de una pluma— es fácilmente
sustituido por un lápiz, una computadora o hasta un pedazo de
roca para grabar letras sobre otro. No es valorada porque las
condiciones para conseguirla son insignificantes y hay cientos
de maneras de remplazarla. En cambio, si nos viésemos en la
necesidad de crear una pluma, su valor dependería del esfuerzo
realizado.
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