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COLECCIÓN CONTRAPUNTO
Cuentos

 

La isla y otros cuentos         
Iván Segarra Báez
 

 

 

68 pp.

13 x 21 cm

 

 

Disponible en e-book y en papel en más de 60 librerías virtuales

de diez países

 

 

 

ebook ISBN 978-607-7963-20-2

U$S 5.00
 

 

papel ISBN 978-607-7963-16-5

U$S 12.00 (más envío)
 

 

 

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COMENTARIO

La isla y otros cuentos presenta una amalgama de situaciones dentro de un mundo de seres marginados tanto por el gobierno como por su propia historia.

Esta obra envuelve una poderosa crítica social y humana. Los temas fundamentales son la homosexualidad, la corrupción política, las drogas, los males sociales, la cotidianidad de personajes que tratan de sobrevivir a un statu quo imperante, y un sistema colonial en pleno siglo XXI.

 

La isla y otros cuentos ha sido elegido como libro de texto de enseñanza media y superior por el gobierno de Puerto Rico.

 

 

 

 

SOBRE EL AUTOR

 

El puertorriqueño Iván Segarra Báez es poeta, novelista, cuentista y ensayista, maestro de artes con especialidad en español y maestro en educación con especialidad en educación especial. Actualmente es parte del cuerpo académico de la Universidad Metropolitana de Puerto Rico.

Ha publicado los libros de poemas Candela (1997), Entre tu cuerpo y mi alma (2000), Hay veces que llora el mar (2001), El huerto de los salmos (2003) y Ante la luz de un amor prohibido (2005); las novelas El guardián de la lujuria (2002) y La república del generalísimo (2004), y el ensayo El lenguaje bicameral de la palabra (2008). Fue finalista del Primer Concurso Latinoamericano de Poesía y Cuento en Perú 2012, realizado por la prestigiosa revista El Parnaso del Nuevo Mundo, con el poema Viejo y solo Walt Whitman, y de la 4ª Convocatoria de Novela, Relato y Poesía 2012, auspiciada por la editorial Editnovel de España, con su novela Puerto Esperanza

 

 

ÍNDICE

Hacia una lectura de La isla y otros cuentos, 9

 

El Morro, 17

El poder del colonizador, 23

Las damas cívicas, 27

Cecilia, 31

La isla, 37

Tres viejos en un portón, 43

La Tierra del Nunca Jamás, 47

El hombre que se transformó en león, 51

Mrs. Pinky Doyles y Mr. Black Boy, 55

La esclava, 61

 

 

 

FRAGMENTO

 

La isla

 

 

I

 

La isla es como una migaja de pan sobre un mantel azul o verdinegro. Los habitantes sufren mucho. Todos los pre­cios están por las nubes. Nadie puede atraparlos. Las cosas empezaron mal desde el inicio. Desde que los pitiyanquis en 1898 intentaron entrar por Aguadilla, y terminaron haciéndolo por Guánica. La isla se fue trasformando len­tamente, con el correr del tiempo, en un Van Gogh, en un Velázquez, en un Goya; y cuando no soportó más, se transformó en un Picasso que nadie ve ni oye.

No fue hasta el amanecer de la conciencia cuando llegó el primero. Van Gogh pavimentó las calles, realizó las primeras urbanizaciones, levantó los primeros puentes e hizo los primeros hospitales de la Cruz Roja Americana Internacional. Van Gogh gritaba, y todo el mundo escu­chaba su alarido de león en la selva. Lo que nadie puede negar es la gran obra que hizo el primer Van Gogh. Lo único que no le quedó bien fue el statu quo que pintó en la capital de la isla. Desde el púlpito de las trincheras muchos le gritaron: “¡Vende patria!

Luego llegó el segundo: el Velázquez. Destronó al Van Gogh y repartió agua de coco a todos los habitantes de la isla, para calmar la sed y anunciar un nuevo sistema de acorralamiento y de opresión incomprensible. Velázquez construyó un expreso de un extremo al otro de la isla. Velázquez trató de pintar un nuevo Retablo mayor de San­to Domingo el Antiguo por toda la capital desierta, pero no pudo, porque los lugareños no sabían nada de pintura, y, como los indios, no eran expertos en las técnicas politi­queras de la nación.

—Este pueblo se merece algo mejor de lo que tiene.

—¿A qué se refiere, gobernador?

—Me refiero a una nueva dinastía.

—Pero, ¿qué hay de malo con la que tenemos?

—No me gusta. Tengo que hacerme rico y no puedo. Túmbate un par de cocos y dáselos al pueblo, así ganare­mos unos cuantos votos más.

—Lo que usted diga, pero recuerde que las elecciones están cerca y hay que ganarlas.

—Sí, ya lo sé, mi mujer me lo recuerda todos los días después de desayunar.

Los habitantes, descamisados, desnudos, muertos de frío y desconocedores de las tácticas politiqueras, le die­ron el voto sin saber que años más tarde ese voto les saldría muy caro. Todo estuvo bien hasta que el agua de coco duró. Luego, todo se hizo cáscaras de cocos sin ninguna salida, y volvieron a caer en crisis. Desde el barandal, el gobernador pensó que las crisis son buenas porque ayudan a los pueblo a reinventarse. Pero algunos pueblos no pueden reinventarse solos, y menos cuando son intervenidos.


 

II

 

Con Goya llegó La adoración del nombre Dios, La gallina ciega y San Isidro, pues todos los habitantes pensaron que Goya los iba a salvar, y lo que hizo fue vender la telefóni­ca, levantar a Fortunata y quebrar los huesos de lo poco que quedaba de pie y tambaleándose.

—Señor, un nuevo comunicado nos llega de España.

—¿Qué dice? Léelo rápido que tengo que venderla.

—Aceptan su propuesta si ellos también participan del tumbe; de lo contrario, no cuente con ellos.

—Corre, llama al comisionado residente y dile que me diga cómo están las cosas por allá, en la Casa Blanca, cuán­do es el mejor momento para dar el próximo tumbe.

—Como usted diga.

Así, la tierra flotante se fue hundiendo en ese mar de melcocha y de adulaciones personales. Uno era peor que el otro. El agua de coco casi se agotó, y la poca que que­daba se hizo rancia. Los pavos estaban muy caros y el agua de coco no se puede beber. Los de derecha comen­zaron a pintar a toda la raza de blanco. Los indios, los negros, los jabaos y los grifitos no son aceptados en los anales de la historia del país. Por el contrario, los de iz­quierda sostenían que la historia hay que cambiarla por los vaivenes de la civilización americana. Una nueva his­toria hay que escribir con base americana.

 

 

III

 

Cuando Picasso llegó, casi no había comunidades especiales.

Había que eliminar las que quedaban, una por una.

Picasso sólo pensaba en privatizar, privatizar, privatizar. El primer enfrentamiento fue cuando los blancos y los negros, los rojos y los azules, los verdes y los no tan verdes se peleaban por entrar a la capilla de la corrupción en la loma de los vientos. “Quien hace la ley hace la trampa.” Mientras unos peleaban contra los otros, Picasso se reía de su pueblo en la gran fortaleza de las palomas. Los ricos eran más ricos, y los pobres, ¡ay, bendito!, más pobres cada día. El subsidio del gobierno federal compraba las conciencias más débiles. La patria se había perdido para siempre. La patria era un cliché de campaña en todos los autos del nuevo monarca. Por donde quiera se leían consignas politiqueras: “¡Vende la patria y vive del Tío Sam!”.

Algunas veces las estaciones del tiempo pasan tan rápido que los lugareños no ven los cambios a su alrededor.

Picasso había decidido privatizarlo todo: la madre, el padre, los abuelos; en fin, todo; para así poder venderlo todo. El pueblo se oponía, pero no podía contra el Super­tubo, la Ley Siete y el Megapuerto, que no sirvió de nada, como el Acuaexpreso.

—Gobernador, lo llaman de Radio Prensa.

—Sí, lo dejaremos caer todo y luego lo privatizaremos para nosotros mismos. Cuando el pueblo se entere ya será demasiado tarde para recuperarlo.

—La gente dice que no está complacida.

—Eso no es importante; lo que importa son los cha­vos y cuánto cuesta la credibilidad del poder político.

Los lugareños volvieron a caer presos del más alto.

Las cosas, cuando se miran con detenimiento, presentan diversas dimensiones no antes vistas. Así son las cosas de

la política. Lo más transparente es lo más oscuro y viceversa. Ningún político se escapa de la vieja y gorda Blanca Nieves de la corrupción.

Picasso había dejado un Guernica sin cura, un rabo de lodo y vergüenza, donde la criminalidad y los asesina­tos se incrementan, a diestra y siniestra, por toda la isla.

Las cosas de la isla van despacio, como una tortuga que no desea llegar a la meta. Picasso lanza consignas para revalidar su discurso. Los lugareños, incrédulos por toda la opresión y todo el daño, están cansados de sus discur­sos y de la nueva dinastía de jergas politiqueras. Entonces, la isla se levanta, y todo queda como un juego de niñas en el patio de la conciencia: “Un pasito pa’lante, y otro para atrás, y dando la vuelta, y dando la vuelta, ¿quién se quedará?”…

 

 


 

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